miércoles, 18 de febrero de 2009

Una rosa para Emily

William Faulkner (1897-1962)


Este relato de Faulker está inspirado en la decadencia de los pueblos del sur de América. La máxima protagonista y el núcleo central de la historia es indudablemente la señorita Emily, con la que Faulkner nos muestra su visión decadente de la sociedad sureña. William Faulkner nació en el estado de Mississippi, por lo que muchas de sus obras contienen ese mismo sentimiento sureño del que hablamos, y que podemos experimentar leyendo este relato. Hay algunos personajes, como el coronel Sartoris, que aparecen en otros relatos y novelas, reproduciendo de esta manera personajes y ambientes que se considerarían carácterísticos del autor.


I
Cuando la señorita Emily Grierson murió, nuestra ciudad entera asistió a su funeral; los hombres, con una especie de respetuosa devoción hacia un monumento caído, las mujeres, en su mayoría, animadas por la curiosidad de ver el interior de su casa, que nadie había visto en al menos diez años, salvo un viejo sirviente que hacía las veces de cocinero y jardinero.

Era una casa construída como un gran armazón cuadrado y pesado, que había sido una vez blanca, decorada con cúpulas, capiteles, volutas y balcones construídos con el pesado exceso del siglo diecisiete, situada en la que una vez habia sido nuestra calle más distinguida. Pero los garajes y las fábricas de algodón habian invadido y arrasado incluso la memoria de los augustos nombres de aquel vecindario. Tan solo quedaba la casa de la señorita Emily, alzando su pertinaz y coqueto deterioro sobre los carros de algodón y los surtidores de gasolina (una monstruosidad entre monstruosidades). Y ahora la señorita Emily se habia ido para reunirse junto a los representantes de aquellos augustos nombres que reposaban en el sombreado cementerio, entre las tumbas alineadas y anónimas de los soldados de la Unión que habían caído en la batalla de Jefferson.

Mientras vivía, la señorita Emily habia sido una tradición, un deber, y una obligación: una especie de obligación hereditaria para la ciudad, que se remontaba a aquel día en 1894, cuando el coronel Sartoris, el alcalde – el que originó el edicto en el que se proclamaba que ninguna mujer negra podia aparecer por la calle sin un delantal –, le eximió de pagar los impuestos. La exención databa de la muerte de su padre y fue posteriormente otorgada a la perpetuidad. Como la señorita Emily no hubiese aceptado limosna, el coronel Sartoris inventó un cuento, al efecto de que el padre de la señorita Emily había prestado dinero al pueblo, con el cual se pagaban las deudas contraídas. Solo un hombre de la generación y del carácter del coronel Sartoris podía haberlo inventado, y solo una mujer como la señorita Emily podría haberlo creído.

Cuando los representantes de la siguiente generación, con ideas mucho más modernas, se convirtieron en alcaldes y regidores, este acuerdo creó un pequeño descontento. A primeros de año le enviaron por correo un aviso de pago de impuestos. Llegó febrero, y no hubo respuesta. Le escribieron una carta formal, pidiéndole que llamara a la oficina del sheriff cuando pudiera. Una semana más tarde, el alcalde le escribió personalmente, ofreciendo ir personalmente a su casa o enviar su coche para recogerla, y recibió como respuesta una nota en un papel que tenía una forma arcaica, escrito en una delgada, fluída caligrafía en tinta descolorida, comentándole que nunca salía de casa. Así que, sin más comentarios, se archivó el aviso de pago de impuestos.

Se convocó una reunión especial de la junta de regidores. Enviaron a una delegación para que fuera a hablar con ella. Así fue como se reunieron y llamaron a la puerta, a través de la que ningún visitante había pasado desde que la señorita Emily dejó de dar clases de pintura china, ocho o diez años antes. El viejo negro les recibió en un oscura entrada desde la que unas escaleras subían a un lugar incluso más sombrío. En aquel lugar olía a polvo y a cerrado, un olor cargado, frío y húmedo. El negro los guió hacia el vestíbulo, que estaba decorado con pesados muebles tapizados de cuero. Cuando el negro descorrió las persianas de una de las ventanas, pudieron ver que el cuero estaba agrietado, y cuando se sentaron, una ligera capa de polvo se levantó lentamente sobre sus muslos, flotando las pequeñas motas perceptibles en el único rayo de sol que se filtraba por la ventana. En un marco deslucido, situado sobre la chimenea, había un retrato hecho a lápiz del padre de la señorita Emily.

Todos se levantaron cuando ella entró: una mujer pequeña, gruesa y vestida de negro, con una pesada cadena que le colgaba del cuello y bajaba hasta su cintura y se perdía en el cinturón, que se apoyaba en un bastón de ébano con la empuñadura de oro desgastada. Su osamenta era pequeña y enjuta; esto podía ser la razón por la que, lo que en cualquier otra mujer podría haber sido simplemente un poco de volumen, en ella era obesidad. Parecía abotargada, como un cuerpo que hubiera estado totalmente sumergido en aguas estancadas, y tenía una palidez extrema. Sus ojos, enterrados bajo las abultadas protuberancias de su cara, parecían dos pequeñas piezas de carbón comprimidas en un bulto de masa cuando su mirada pasaba de un visitante a otro mientras que le exponían el motivo por el que habían ido.

No les pidió que se sentaran. Simplemente se quedó en la puerta y escuchó, silenciosamente, hasta que el portavoz terminó de exponer la situación. Después pudieron escuchar el tictac del reloj invisible que pendía de su cadena de oro oculto bajo el cinturón.

Su voz era seca y fría.

- No tengo que pagar impuestos en Jefferson. El coronel Sartoris me lo explicó. A lo mejor alguno de ustedes puede pedir que alguien del Ayuntamiento les explique y allí les informarán de lo que deseen.

- Pero lo hemos hecho. Somos las autoridades del Ayuntamiento, señorita Emily. ¿No recibió un aviso del sheriff, firmado por él?

- Recibí un papel, sí -dijo la señorita Emily. - A lo mejor él se considera el sheriff... No tengo que pagar impuestos en Jefferson.

- Pero no hay nada en los registros que prueben eso, puede comprobarlo usted misma. Tenemos que ir al...

- Vayan a ver al coronel Sartoris. No tengo que pagar impuestos en Jefferson

- Pero, señorita Emily...

- Vayan a ver al coronel Sartoris (el coronel Sartoris llevaba por lo menos diez años muerto). No tengo que pagar impuestos en Jefferson. ¡Tobe!- exclamó, y acto seguido el negro apareció -. Acompaña a estos caballeros a la salida.


II

De esta manera venció a los regidores, tal y como había vencido a sus padres treinta años antes, con aquel asunto del olor. Eso ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido - el que pensábamos que se casaría con ella – la hubiera abandonado. Tras la muerte de su padre salió muy poco; después de que su prometido desapareciera, la gente apenas la veía. Unas pocas mujeres tuvieron la osadía de llamar a su puerta, pero no fueron recibidas, y la única señal de vida en aquella casa era el hombre negro – un hombre joven por aquel entonces – que entraba y salía con la cesta del mercado.

- Como si un hombre – cualquier hombre –, pudiera mantener una cocina limpia-, decían las mujeres; por eso no se sorprendieron cuando comenzaron los olores. Era otra especie de conexión entre el mundo flagrante y abarrotado y los notables y poderosos Grierson.

Una vecina de la señorita Emily fue a quejarse al alcalde, el juez Stevens, que contaba entonces ochenta años.

- ¿Pero qué quiere que haga yo con esto, señora?- dijo el alcalde.

- ¡Caray! Pues envíele una orden diciéndole que lo remedie- dijo la mujer. -¿Es que no hay una ley?

- Estoy seguro de que no será necesesario-, dijo el juez Stevens.- Seguramente es solo una serpiente o una rata que ese negro suyo ha matado en el patio. Lo hablaré con él.

Al día siguiente recibió dos quejas más, una de un hombre que fue con sus protestas, pero parecía estar poco seguro de sí mismo.

- Realmente necesitamos hacer algo al respecto, señor juez. Sería el último en el mundo en molestar a la señorita Emily, pero tenemos que hacer algo.

Aquella noche la junta de regidores se reunió: tres ancianos y un hombe más joven, un miembro de la nueva generación .

- Es bastante sencillo- afirmó el más joven. - Díganle que limpie su casa. Dénle un tiempo para que lo haga, y si no lo hace...

- ¡Caray, señor! - dijo el juez Stevens - ¿Acusaría usted a una señora en su cara de oler mal?

Así que, a la noche siguiente, después de dar las doce, cuatro hombres cruzaron por el césped del jardín y se deslizaron a hurtadillas hacia la casa, como ladrones, husmeando alrededor de la base del enladrillado y las aberturas del sótano, mientras uno de ellos, que portaba un saco a sus espaldas, metía y sacaba la mano del saco en un acompasado movimiento, como si estuviese sembrando. Forzaron la puerta del sótano y esparcieron cal allí, y en todos los alrededores del edificio. Cuando hubieron terminado y volvieron a cruzar el jardín, la luz de una ventana que había estado a oscuras se encendió y, tras ella, se podía ver a la señorita Emily, con su erguido torso inmóvil como si fuera un ídolo. Se deslizaron sigilosamente por el jardín y por las sombras de las acacias que flanqueaban la calle. Tras una semana o dos el olor desapareció.

Entonces fue cuando la gente comenzó a sentir compasión de verdad. La gente del pueblo, recordando cómo la anciana señora Wyatt, su tía abuela, había terminado por volverse completamente loca, comenzó a creer que los Grierson se tenían un poco por más de lo que realmente eran. Ninguno de los jóvenes del pueblo era lo suficientemente bueno para la señorita Emily. Habíamos representado imaginariamente a la familia Grierson durante mucho tiempo como un cuadro: al fondo, la señorita Emily, una figura esbelta vestida de blanco; su padre como una silueta en primer plano, tras ella, sosteniendo con firmeza un látigo, ambos enmarcados por la puerta de entrada a la casa. Así que, cuando llegó a los treinta y seguía aun soltera, no es que estuviéramos exactamente contentos, sino más bien experimentábamos un sentimiento de dulce venganza. Incluso con una enfermedad mental en la familia, a la señorita Emily no le hubieran faltado pretendientes, si no los hubiera rechazado de esa manera...

Cuando su padre murió, le costó hacerse a la idea de que le había dejado toda la casa y en la ruina, y a su manera, la gente estaba contenta: al menos podían sentir compasión por la señorita Emily. Cuando se quedó sola y pobre, se humanizó para el resto del pueblo. Ahora, ella también aprendería los antiguos temores y la desesperacion de tener un céntimo de más o de menos.

El día después de la muerte de su padre, todas las señoras se prepararon para llamar a su casa y ofrecer sus condolencias, así como para ayudarla, como es nuestra costumbre. La señorita Emily las recibió en la puerta, vestida como siempre y sin muestra alguna de dolor en su rostro, y les dijo que su padre no había muerto. Se mantuvo en esta actitud durante tres días, a pesar de que la llamaban los ministros de la Iglesia y los médicos, tratando de persuadirla para que pusieran disponer el cuerpo del difunto.

No dijimos que estuviera loca entonces. Pensamos que no tuvo más remedio que hacerlo. Recordamos a todos los hombres que su padre había echado, y supimos que, sin nada en los bolsillos, habría tenido que aferrarse a los mismos que, en otros tiempos habría despreciado, como todo el mundo haría.


III

Estuvo enferma durante mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, se había cortado el pelo, lo que le hacía aparentar casi una niña, con una vaga semejanza a aquellos ángeles que decoran las vidrieras de las iglesias; tenía en su expresión una especie de mezcla entre lo trágico y la serenidad.

Por entonces, el pueblo acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre comezaron las obras. La constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo, un capataz llamado Homer Barron, un yanqui grande, moreno y dispuesto, con un tremendo vozarrón y unos y ojos más claros que su rostro. Los chavales del pueblo solían seguirle en grupos, para escucharle despotricar a los negros, mientras negros cantaban al tiempo que levantaban y dejaban caer los picos. En muy poco tiempo, Homer Barron conocía a toda la gente del pueblo. Dondequiera que se escuchase un montón de gente que reía en el pueblo, seguro que Homer Barron estaba en medio del grupo. Por aquel entonces, comenzamos a verle con la señorita Emily los domingos por la tarde, dando un paseo en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos de alquiler.

Al principio nos alegramos al ver que la señorita Emily pudiera tener algún interés, porque todas las señoras decían: “Por supuesto que una Grierson no podría pensar seriamente en un norteño, un jornalero cualquiera.” Pero aún había otros, gente mayor, que decían que incluso el dolor no podía hacer que una señora de verdad olvidase el noblesse oblige, por supuesto, sin llamarlo noblesse oblige. Se limitaban a decir:

- ¡Pobre Emily! Debería recordar a sus parientes.

Tenía algunos parientes en Alabama, pero años antes, su padre había tenido una discusión con ellos a causa del estado de la anciana señora Wyatt, la mujer que se volvió loca, y no había comunicación alguna entre las dos familias, de tal modo que ni siquiera había ido ninguno de ellos en representación al funeral de su padre.

Y tan pronto como los ancianos decían: “¡Pobre Emily!”, los cuchicheos comenzaron. “Creéis que de verdad es eso?”, se decían unos a otros. “¡Por supuesto que sí! ¿Qué más podría...?” Y para hablar de ello se colocaban las manos cerca de la boca, tras las ventanas que se entornaban para evitar el feroz sol del domingo, cuando podían escuchar el débil y veloz clop-clop-colp de los caballos pasando. Entonces, tras un rumor de sedas y satenes, las señoras exclamaban: “¡Pobre Emily!”

Sin embargo, la señorita Emily llevaba la cabeza bien alta, incluso cuando pensamos que tenía razones de sobra para sentirse humillada. Era como si exigiera entonces más que nunca el reconocimiento de su dignidad como el último de los Grierson; como si tuviera la necesidad de aparentar ese toque de franca llaneza para reiterar su inmunidad. De la misma manera que cuando compró el veneno para las ratas, el arsénico. Eso ocurrió alrededor de un año después de que hubieran empezado a decir: “¡Pobre Emily!”, y mientras sus dos primas estaban de visita en su casa.

- Quiero un poco de veneno - le dijo al droguero. Tenía entonces unos treinta años, aunque todavía era una mujer esbelta, aunque más delgada de lo normal, con una mirada fría, oscura y altiva, que brillaba en un rostro en el que la carne estaba tensada en las sienes y en las cuencas de los ojos, como la expresión de alguien que se veía obligado a mirar la luz de una farola.

- Quiero un poco de veneno - le insistió.

- Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y eso? Le recomenda...

- Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué tipo.

El droguero le nombró varios.

- Matarían incluso a un elefante. Pero lo que usted quiere es...

- Arsénico.

- ¿Es....arsénico? Sí, señorita. Pero qué es lo que usted quiere exactamen...

- ¡Quiero arsénico!

El droguero la miró de arriba abajo. Ella le devolvió la mirada, rigida, con el rostro tenso como una bandera.

- ¡Vaya, por supuesto!- dijo el droguero. - Si eso es lo que quiere... Pero la ley exige que diga para qué lo va a utilizar.

La señorita Emily, ahora con la cabeza alzada, mantenía sus ojos clavados en el droguero, hasta que él apartó la mirada, entró y cogió el arsénico y lo envolvió. El chico negro de los recados le trajo el paquete; el droguero se metió en la trastienda y no volvió. Cuando abrió el paquete en casa vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para ratas”.


IV

Así que, al día siguiente, todos comenzamos a preguntarnos: “¿Se irá a suicidar?”, y dijimos que sería lo mejor. Cuando se la había empezado a ver con Homer Barron, habíamos pensado: “Se casará con él”. Después dijimos “A lo mejor, a él incluso le conviene”, porque Homer, él mismo, había recalcado (le gustaban los hombres, y se sabía que bebía mucho en compañía de los hombres más jóvenes del pueblo en el Club Elks) que no era un hombre casamentero. De nuevo dijimos: “¡Pobre Emily!”, cuchicheando tras las vidrieras, mientras los veíamos pasear en las tardes de domingo en la calesa reluciente: la señorita Emily con la cabeza alta, y Homer Barron con su sombrero de tres picos y un puro en los dientes, arneses y fusta en las manos cubiertas con guantes amarillos.

Un tiempo más tarde, algunas de las señoras empezaron a decir que era una desgracia para el pueblo y un mal ejemplo para la gente joven. Los hombres no querían entrometerse, pero al final las mujeres obligaron al ministro baptista (la gente del entorno social de la señorita Emily era episcopal) a avisarla. Nunca revelaría qué ocurrió durante aquella entrevista, pero rechazó volver de nuevo a aquella casa. El domingo siguiente a la visita del ministro, la señorita Emily y Homer Barron volvieron a pasearse por las calles, y al día siguiente la mujer del ministro escribió a los familiares de Alabama de la señorita Emily.

Así que, teniendo a algunos parientes bajo su techo de nuevo, nos cruzamos de brazos para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Al principio no ocurrió nada. Después, estuvimos seguros de que estaban a punto de casarse. Nos enteramos de que la señorita Emily había estado en la joyería y había pedido un juego de baño para hombre en plata, con las iniciales H.B. en cada pieza. Dos días más tarde, también supimos que había comprado un conjunto completo de ropa de hombre, incluyendo una camisa de noche, y dijimos: “Se van a casar”. Estabamos muy contentos. Estabamos contentos porque las dos primas que se alojaban en la casa de la señorita Emily eran más Grierson de lo que la señorita Emily había sido nunca.

Así que no nos sorprendimos cuando Homer Barron (las calles se habían terminado hacía un tiempo) se fue. Estábamos un poco desilusionados porque no había sido una noticia pública, pero creímos que se había marchado para prepararse para la llegada de la señorita Emily, o para darle la oportunidad de quitarse de encima a las primas. Por aquel entonces esto era una especie de conspiración, y todos éramos los aliados de la señorita Emily para burlar a sus primas. Efectivamente, tras una semana, las primas partieron. Y, tal y como habíamos esperado todos, en tres días, Homer Barron volvió al pueblo. Un vecino pudo ver al hombre negro recibiéndolo por la puerta de la cocina al caer una tarde.

Y esa fue la última vez que vimos a Homer Barron. Y a la señorita Emily durante un tiempo. El hombre negro entraba y salía con la cesta del mercado, pero la puerta principal permanecía cerrada. Algunas veces podíamos verla en una ventana por unos momentos, como los hombres que esparcieron la cal, pero durante casi seis meses no apareció por las calles. Después, comprendimos que esto era de esperar también, como si el carácter de su padre, que había arruinado la vida de su madre tantas veces, hubiera sido demasiado virulento y demasiado feroz como para morir con él.

Cuando volvimos a ver a la señorita Emily, había engordado y su cabello se estaba encaneciendo. Durante los siguientes años, este color grisáceo se fue acentuando progresivamente, hasta que alcanzó casi un tono gris plomizo intenso, cuando dejó de colorearse. Hasta el día de su muerte, era todavía de aquel vigoroso gris plomizo, como el cabello de un hombre de mediana edad.

Todos aquellos años la puerta principal permaneció cerrada, salvo durante un periodo de seis o siete años, cuando debía tener cuarenta años, durante los que impartió clases de pintura, a las que asistían las hijas y las nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y el mismo espíritu con el que eran enviadas a misa los domingos con una moneda de veinticinco céntimos para la bandeja de la colecta.

Mientras tanto, sus impuestos se le habían perdonado.

Después, la nueva generación se convirtió en la espina dorsal y el espíritu del pueblo, y las estudiantes de pintura crecieron y la generación cayó en declive; no volvieron a mandar a sus hijas con las cajas de colores, tediosos pinceles y pinturas recortadas de las revistas de señoras. La puerta principal se cerró tras la última de esas niñas, y permaneció cerrada para siempre. Cuando en el pueblo se comenzó a utilizar el envío postal, solo la señorita Emily se negó a permitir que le colocasen los números metálicos encima de su puerta y que colgasen un buzón en ella. No les escucharía de ninguna manera.

Día a día, mes a mes, veíamos al negro encanecerse y encorvarse más y más, mientras entraba y salía de la casa con la cesta del mercado. Cada mes de diciembre le enviábamos el recibo de los impuestos, que sería devuelto a la oficina de correos una semana después, en el mismo sobre y sin reclamar. Algunas veces la veríamos en una de las ventanas de la planta baja (evidentemente, había cerrado la planta alta de la casa), como si fuera el torso tallado de un ídolo en un nicho, mirándonos o no mirándonos, no podríamos decir qué. De este modo, pasó de generación en generación: respetable, ineludible, serena y obstinada.

Y así murió. Enfermó en aquella casa llena de polvo y sombras, con solo aquel hombre negro chocho atendiéndola. Ni siquiera supimos que estaba enferma; habíamos abandonado la idea de intentar sacarle información al negro hacía mucho tiempo. No hablaba con nadie, probablemente ni siquiera con la señorita Emily, puesto que su voz se había vuelto áspera y ruda, como si fuera por el desuso.

Ella murió en una de las habitaciones de la planta baja, en una sólida cama de nogal con cortinas; su cabeza gris apoyada en una almohada amarillenta y mohosa por el paso del tiempo y la falta de luz.


V

El negro recibió a las primeras señoras en la puerta principal, y las dejó pasar con sus voces sibilantes en voz baja y sus miradas rápidas que curioseaban todo, y después desapareció. Caminó hacia la casa, dirigiéndose hacia la parte trasera, y no se le volvió a ver nunca más.

Las dos primas vinieron inmediatamente. Dispusieron el funeral para el día siguiente, y allí fue el pueblo para contemplar a la señorita Emily bajo montones de flores que habían comprado, y con el retrato dibujado a lápiz de su padre, cavilando profundamente, colocado sobre el féretro, y las dos señoras sibilantes y macabras. Los hombres más mayores – algunos con sus uniformes cepillados de los confederados – permanecían en el porche y el jardín, hablando de la señorita Emily como si hubiera sido una de sus contemporáneas, creyendo tal vez que la habían cortejado y bailado con ella, confundiendo el tiempo en su progresión matemática, como muchos ancianos hacen, para los que todo el pasado no es una calle que se fuera estrechando, sino más bien como si fuera una inmensa pradera sobre la que el invierno apenas tiene efecto, separados de las nuevas generaciones por las estrechas uniones de la última década.

Ya sabíamos que había una habitación en aquella zona que estaba al subir las escaleras, que nadie había visto en cuarenta años, y cuya puerta tendría que ser forzada. Sin embargo, esperaron hasta que la señorita Emily estuviera descansando en su tumba antes de abrirla.

La violencia al romper la puerta parecía llenar esta habitación con un polvo que lo invadía todo. Una ligera y acre sensación de mortuorio o de tumba parecía descansar en todos los rincones de esta habitación, engalanada y amueblada como si fuera una cámara nupcial: sobre las cortinas de cenefa de un rosa desvaído, sobre las sombras de color rosado, sobre el tocador, sobre la exquisita lámpara de cristal en forma de araña y los utensilios de aseo masculinos en plata oxidada, una plata tan oxidada que el monograma con el que estaban marcados estaba muy oscurecido. Entre ellas reposaba un cuello y la corbata, como si se los acabaran de quitar, que, cuando los levantaron, parecían resplandecer en medio del polvo que lo inundaba todo. Sobre una silla estaba colgado un traje de hombre, cuidadosamente doblado; bajo la silla, el par de zapatos y la muda de calcetines.

El hombre yacía en la cama.

Durante un largo momento nos limitamos a permanecer allí, mirando atentamente aquel gesto profundo y descarnado. Aparentemente, el cuerpo había yacido en posición de abrazo, pero ahora el largo sueño que sobrevivía al amor, que vence incluso al amor, le había sido infiel, aniquilándole. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que otrora había sido la camisa de noche, se había vuelto inseparable de la cama en la que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba tras él, permanecía aquello que parecía el revestimiento del denso y tenaz polvo.

Después, nos dimos cuenta de que en la segunda almohada se podía percibir la hendidura de una cabeza. Uno de nosotros levantó algo que había sobre ella, y al aproximarnos un poco más, impregnándose aquella tenue e invisible sequedad polvorienta y acre en nuestras fosas nasales, pudimos ver una larga hebra de pelo gris plomizo.

Texto traducido por Windumanoth.
Este texto pertenece a la redacción de El espejo maldito. Por favor, si quiere utilizarla, póngase en contacto con nosotros en elespejomaldito@gmail.com

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