miércoles, 15 de abril de 2009

Finalistas concurso

Nuestra más sincera enhorabuena a todos los participantes y a los finalistas. Hemos escogido seis en vez de cinco porque todos ellos nos parecían igualmente merecedores de entrar en la votación.

La calidad de los relatos ha sido en la mayoría de los casos abrumadora para nuestro jurado. Aquí tenemos algunas muestras que espero que sean del agrado de los lectores. Pueden votar en la encuesta que se ha creado en la barra lateral derecha todos los que lo deseen.

Cordialmente,

El espejo maldito


MANUAL DE DENTELLADAS


Las sombras abren sus fauces. Un grito se ahoga tras la negra mano carnívora que brota salvajemente desde el útero de la oscuridad. El reflejo de la hoja del alma blanca del arma miente. La carne cede. Se deja matar sin lucha, casi con hastío ante la violencia incontrolable del cuchillo, que se hace paso, lentamente, como si respetuosa solicitase permiso. Los jirones de ropa calman el cráter de la herida, mientras el cuchillo se despide con sus fríos labios de su carne amada. La sangre queda trémula, confusa como la propia víctima. La muerte, en cambio, es vieja y, por tanto, paciente. Testigo, espera que el brazo que blande el arma recite las últimas pinceladas de su arte. La enguantada mano mordida, cubierta de saliva y miedo, se retira una vez que consigue domar los últimos estertores. El cuerpo inerte busca la tierra, ansía su descanso. Representando la escena final de una coreografía cae con majestuosidad, con un deje de altanería. Se desparrama infinitamente por el suelo. Pretende abarcarlo por completo en su último abrazo. Es una isla que va siendo devorada por la incontinencia de la sangre caprichosa que avanza sin tutor. El dulzor viscoso que brota de la herida conquista cada palmo del denso ambiente que envuelve la escena. Un último vistazo sirve para asegurar que no se han extraviado ninguno de los bártulos. Apenas han transcurrido un puñado de segundos. Ni un solo gemido que reprocharse. Unos pasos monocordes que se alejan van siendo devorados por las fauces de la recién instalada dictadura del silencio.




Dar la muerte no supone en todos los casos quitar la vida. Mi ocupación es parecida a la del silencioso funcionario que cumple con su oficio, rodeado de documentos infinitos, sin llegar a plantearse el rumbo mediato de éstos. Mi labor, por tanto, es la de ejecutar. El azar elige la víctima, perezosa la coloca en mi camino. El cuerpo de mujer madura que acarrea bolsas, el cuerpo de anciano que distraído se detiene ante unos escaparates, el cuerpo de niño desorientado. No existe ningún tipo de discriminación, de viento que oriente previamente mi intención. Son meros conjuntos de huesos, músculos, tendones, órganos y piel; con la única diferencia con respecto a los que atestan los cementerios, que se descomponen con mayor lentitud. Son cuerpos vacíos de historia, por tanto sin vida. La vida existe tras de mí con la luz que alcanza a la sucesión de miserias, de manías, de temores, de cicatrices vitales que arrastra un cuerpo. Es a partir de entonces, cuando dar la muerte podría considerarse un asesinato. Nunca antes. Al fin y al cabo, dar la muerte no es más que el oficio cuya cronología es más extensa.

A veces, en el sosiego que irradian las paredes de la casa, dejo caer la mirada en el espejo, esperando encontrar el rostro oscuro de un asesino, la mirada sin piedad del portador de la muerte, retazos de esa barba rala que estigmatiza a los desheredados. Quizá vislumbrar un remordimiento, algo similar a la zozobra haciendo mella en lo más profundo de mis entrañas como un pozo negro cuyo grito resultara imposible calmar. Es lo que debería. En cambio, la imagen que me escupe el espejo es a priori decepcionante. Tan sólo me permite hallar los retazos grises de mi vida, como la vida de un cualquiera. Sin duda, un uno más. A pesar de ello, con una visión desapasionada y ajena al romanticismo de mi labor, ha de reconfortarme encontrar esa imagen de hombre mediocre, de aquél que podría sumergirse en las mansas y grises aguas de la multitud. Saberme ajeno al perfil arquetípico del asesino deja en evidencia que la única falta a la que me enfrento es la que resulta de conseguir adelantar el reloj que ordena el tiempo de mis víctimas. Mi credo encuentra la confirmación que nunca ha necesitado. Esos cuerpos seguirán pululando tras de mí en esa nada a la que irremediablemente pertenecen.

Mi temor a la policía es el del alumno ante el maestro que lo examina del mismo examen una y otra vez. He llegado a limitar mi preocupación a cuidarme de dejar oculta cualquier tipo de prueba que permitiera probar mi participación en la muerte de alguna de mis víctimas. A causa de mi dilatada carrera, he comprobado que las pesquisas policiales son estrictamente procedimentales, rudos manuales, guías turísticas de la escena de un delito. Los investigadores se dirigen, como bestias incapaces de deshacerse de sus anteojeras, al círculo social que abarca a familiares y personas más allegadas al cadáver. Un compañero de trabajo, una amante, un vecino, un socio; todos creemos poseer guardados en lo más recóndito del congelador diversas causas para querer ver al prójimo pudrirse cubierto de tierra y musgo. El sabueso se dirige al móvil que les empuja a actuar y con el que violan los principios su propia moralidad. A veces, el propio apasionamiento con que se ejecuta el asesinato es el principal orificio por el que se filtran las pruebas incriminatorias. Una mano que tiembla, un cuchillo que se pierde entre las vísceras, un ensañamiento que se prolonga para consumir ese tiempo límite con el que contamos, un grito de rabia que alerta a algún vecino. Escasas son las ocasiones en que un ladrón de poca monta, presa de nervios indómitos o ante un ruido imprevisto, finaliza su trabajo dejando a su víctima malherida en su impetuosa huida. Al contrario, los neófitos en este arte suelen incurrir en la simulación del robo como medio de camuflaje del móvil fidedigno del delito; sin percatarse, de que a su vez, exponen al ojo pericial una serie de pruebas que podrían considerarse absolutamente irrefutables.

En caso de que los pertinentes investigadores no llegaran a toparse con un móvil medianamente veraz, tantean, casi dando palos de ciego, el modus operandi del asesino. Lograr su boceto puede proporcionar elementos reconocibles en la forma de actuar, y asimismo, alcanzar a separar algo de paja, para lograr, de este modo, llegar a intensificar la investigación sobre alguno de los sospechosos que previamente se han determinado. Sin embargo, para conseguir cercar al ejecutor han de encontrar, al menos, una prueba que facilite la relación en la implicación, un fallo en ese sistema pluscuamperfecto que ha de ser la muerte. Y es entonces, cuando se alcanza la deseada última pieza del puzzle. En las últimas lecciones del manual perfecto del investigador es ahora cuando el implicado se derrumba delatándose o intentado deshacerse de esa reliquia que es la compañía del arma ejecutor. Facilitando de esta manera, pobre inocente, las labores de los perros de presa policiales. Eso es lo que podría llamarse un trabajo bien realizado, que sin duda bien merece recibir la palmadita en el hombro de su superior jerárquico.

En mi caso no existe móvil que encauce una actuación delictiva. Mi encargo se limita a una serie de víctimas desconocidas que el azar pone a mi disposición. Como usted doctor, quien en su primera visita, crea una historia médica mientras teclea absorto, dejando vislumbrar en las cansadas bolsas de sus ojos, un atisbo de repulsa ante la revelación que le hace un paciente, carente de cualquier tipo de patología psiquiátrica y cuyo nombre, a estas alturas, debe presumir que es ficticio. Como usted, doctor.



DIVINIDAD



Ishual bajó la mano lentamente con la palma hacia el suelo, y sonrió cuando el sol rojizo siguió su movimiento y se hundió entre las montañas. El cielo en llamas se fue oscureciendo paulatinamente, del naranja al violeta, del violeta al morado, hasta adquirir el tono negro intenso de la noche. Una a una fueron apareciendo las estrellas.
El cántico se elevó hacia ellas y las hizo parpadear de asombro; un sonido monocorde, grave, emitido por un millón de gargantas cantando por él, alzando al cielo sus voces en homenaje a su rey. Su sonrisa se ensanchó. Todos los días sentía lo mismo: la tensión al clavar los ojos en la bola encarnada, el alivio al ver que, una vez más, obedecía sus órdenes, la euforia empapando su cuerpo ante el sonido del himno de alabanza.
Todos los días sentía lo mismo; pero aquel día, como todos, fue como si lo sintiera por primera vez.
Las estrellas lo miraron y se inclinaron ante él. Y después fueron ellos, sus súbditos, los que se arrodillaron sobre los adoquines de la plaza sin dejar de cantar. Ishual estuvo a punto de gritar de alegría.
El mismo impulso de gritar que sentía cuando hacía que los árboles que flanqueaban la amplia avenida floreciesen, su intenso aroma, dulce y picante al mismo tiempo, llenando la noche e impregnando sus ropas y sus cabellos. También eso le provocaba escalofríos, también cuando las yemas se convertían en ramas sentía el irrefrenable impulso de cantar de gozo. Siempre, día a día. Siempre como la primera vez. Desde siempre.
Poder.
—Oh, Ishual, Dios Encarnado, que vinisteis a nosotros para premiar nuestra fe...
La voz del Sumo Sacerdote entonando la Invocación de la Noche reverberó en el aire cálido de la plaza, en el súbito silencio de los fieles que se congregaban a los pies de su rey. Se levantó una suave brisa que agitó las hojas de los árboles, las livianas ropas de los miles y miles de hombres arrodillados, los cabellos largos y finos de Ishual.
—...y moráis con Vuestro pueblo, y nos bendecís en nombre de Fortha, de Laima, de Havelya...
Un repentino escalofrío trepó por su espalda. La agradable brisa azotó su rostro con el helor del viento invernal. Se estremeció y abrió mucho los ojos, sin comprender de dónde provenía esa sensación tan parecida al... temor.
La voz altisonante siguió enumerando solemnemente el nombre de las deidades que compartían el panteón con él.
—No.
El sacerdote se interrumpió bruscamente. Su voz se quebró sobre la superficie adoquinada de la plaza, rebotando entre los cuerpos arrodillados. Se volvió, alarmado, y bajó los párpados para impedir que sus ojos se clavasen en los ojos de Ishual.
—Siempre ha sido así, Divinidad.
—No —repitió. Logró controlar el temblor de su voz a duras penas. ¿Siempre ha sido así?, se preguntó. ¿Y por qué de pronto todo parece distinto...?
El Sumo Sacerdote no necesitó ninguna explicación para volver a girarse de cara a la multitud y alzar de nuevo los brazos. Sin embargo, el gesto, que siempre había sido de reverencia, más pareció una burla que una muestra de adoración.
—Oh, Ishual, Dios Encarnado, que vinisteis a nosotros para premiar nuestra fe, y moráis con Vuestro pueblo, y nos bendecís en Vuestro Nombre...
—Mejor —trató de sonreír Ishual, inseguro, y desconcertado al no poder comprender el motivo. El rostro del sacerdote no cambió de expresión. Impávido, reverente... mordaz.
—Siempre ha sido así, Divinidad —respondió en voz baja.
Siempre ha sido así, sí. Si había algo inamovible en el mundo eran las tradiciones del recóndito reino que adoraba a Ishual. Las palabras, los hechos, la fe, la devoción; siempre así, desde siempre.
¿Y qué es lo que ha cambiado ahora...?
Haciendo caso omiso de su propia inquietud, agitó una mano y la brisa se calmó al instante. Un mechón de pelo cayó sobre su frente, libre de las manos juguetonas del viento; lo apartó con un gesto descuidado, y sus ojos se posaron en el rostro de uno de los sacerdotes menores que acompañaban al Sumo Sacerdote en todas las Invocaciones. El joven agachó la cabeza y apartó la vista de su dios.
El escalofrío volvió a clavar sus afiladas zarpas en su columna. ¿Me rechazas...?, pensó, súbitamente iracundo, furioso, incrédulo.
—Leo el miedo en tus ojos —susurró en un tono tan quedo que ni siquiera llegó a sus propios oídos. El joven acólito, sin embargo, lo oyó. Levantó el rostro y lo miró fijamente—. ¿Te atreves a mirarme? —inquirió Ishual, desconcertado y lleno de ira, mientras luchaba por ignorar el temblor que amenazaba con apoderarse de sus miembros. ¿Acaso has olvidado lo que es el respeto? Abrió mucho los ojos, atemorizado. ¿Es que tú también te burlas...?
La rabia se unió al recelo e hizo temblar el mundo. Ishual hizo un gesto brusco.
No fue su mano sino su ira la que empujó al sacerdote con tanta fuerza que éste se vio arrastrado por un viento invisible hasta el borde de la plataforma, donde se tambaleó un instante antes de caer hacia los brazos abiertos y los cuerpos arrodillados de la multitud.
La voz del Sumo Sacerdote no vaciló y la Invocación de la Noche, la más larga de las Cinco Invocaciones, continuó resonando en la abarrotada plaza; sin embargo, Ishual notó el sutil cambio en el ambiente, los miles de respiraciones convirtiéndose en miles de jadeos entrecortados, la excitación, el ansia de violencia, de sangre. La rabia de los que despedazaban el cuerpo del joven sacerdote allí abajo; el asombro, la reverencia de los miles de ojos posados en Ishual.
La fe llegó a él como una oleada y agitó de nuevo sus cabellos, una brisa mucho más fuerte, ardiente, un mar húmedo y cálido que empapó su piel y se introdujo en su cuerpo, fluyendo en el interior de sus venas, lavando el terror y la incertidumbre; el poder que emanaba de sus súbditos arrodillados en ondas que convergían en el trono del Dios Encarnado. Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y gimió.
Éxtasis.
Seguid creyendo, articuló en su mente, ignorando el ronroneo de la voz del Sumo Sacerdote. La sensación de la fe acariciando su alma fue tan placentera que tuvo que contenerse para no gritar. Seguid creyendo, ordenó, imploró en silencio, apretando los brazos del trono con las manos.
Eran los dioses los que hacían las reglas. Y él era uno de ellos. Si para ello tenía que matarlos a todos, uno a uno, lo haría. Creed.
Una risa burlona. Un susurro en su oído: ¿Pero son los dioses los que crean el mundo? ¿O el mundo el que crea a los dioses?
Alzó la vista y miró al Sumo Sacerdote sin comprender.
—¿Qué...?
El sacerdote se volvió al oír los murmullos de los fieles y fijó la vista en el suelo a los pies de Ishual. Hizo una reverencia tan pronunciada que barrió el suelo de mármol con la larga coleta de pelo liso.
—Sólo pronunciaba la Invocación, Divinidad.
—¿Invocación...?
Lejos de parecer sorprendido, el sacerdote se inclinó otra vez.
—Oh, Ishual, Dios Encarnado —entonó—, que vinisteis a nosotros para premiar nuestra fe...
El resto de la oración le resultó incomprensible. Ishual entornó los ojos, pensativo, mirando sin ver el rostro radiante del sacerdote. Vinisteis a nosotros... Nunca le había llamado la atención aquella frase en concreto. En esos momentos, sin embargo, le resultó perturbadora. Tan perturbadora como la mirada insolente del joven acólito cuya sangre empapaba la plaza.
—¿"Vine" a vosotros? —preguntó al fin sin poder contenerse, interrumpiendo la plegaria. El sacerdote lo miró, parpadeando, y bajó los brazos.
—Bajasteis a nosotros para recompensar nuestra fe, Divinidad. —Una nueva reverencia. Los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Bajé? —inquirió Ishual, inquieto—. ¿Qué quieres decir?
El sacerdote se inclinó de nuevo. —Premiasteis nuestra fe con vuestra presencia. Con vos, Divinidad.
—No —murmuró Ishual—. No. Siempre he estado aquí. Recuerdo... Lo recuerdo. Desde siempre.
El sacerdote asintió.
—Bajasteis a nosotros. Habéis estado aquí desde siempre.
Desde siempre. Siempre ha sido así. Pero hubo un tiempo en que no lo era, no lo era... Cerró los ojos, confuso. Hacer ascender el sol, la hierba creciendo a una orden mía... Mis fieles, mis súbditos, su fe. Tan dulce, tan apetitosa. Otorgándome poder.
Éxtasis.
¿Qué ha cambiado...?
Entonces, lo comprendió. Y la comprensión cayó sobre su cabeza como una losa, como todo un templo erigido en su honor. Abrió la boca, pero tuvo que hacer un enorme esfuerzo para encontrar su voz.
—Fueron ellos los que me crearon —murmuró, aterrado—. Fueron ellos los que creyeron en mí. Su fe me creó.
Y su fe está vacilando. Se llevó las manos a los oídos, pero aun así podía oír las risas burlonas del dios en su mente. ¿Es el mundo el que crea a los dioses? Su propia risa. ¿A quién reza un dios cuando siente miedo?
—¿Y qué ocurrirá si dejan de creer...?


CIEGO

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Estoy absolutamente aburrido de las continuas charlas con psicólogos y terapeutas.
Que si la vida no se acaba aquí, que si hay un montón de posibilidades y nuevas oportunidades para los que padecen lo mismo que yo...
¡Una mierda bien grande! Para todos ellos.
No deseo llevar colgada a mi cuello una ristra de cupones, ni participar en absurdos torneos persiguiendo un balón con cascabeles.
Yo hasta hace un mes era fotógrafo, señores. Vivía de las imágenes. Las mismas que ahora se me niegan y que acabarán difuminándose en mi cerebro, obligado ahora a vivir de los recuerdos.
Tampoco quiero que nadie hipoteque su vida a mi lado para servirme, ni siquiera un perro. Sufro de agorafobia, y por supuesto la ceguera no hará que desaparezca. Al contrario, hará que empeore hasta el infinito, y no soportaré lanzarme al vacío armado tan sólo con un bastón, buscando desesperadamente un tope que me sitúe en el espacio.
Así pues, no traten de inyectarme a la fuerza las ganas de vivir que ya no tengo, pues tan ciegos como mis ojos han quedado mi corazón y mi alma.

***
Tres meses después

Dios mío. Con todo el trabajo que me había costado localizar el bote de somníferos...
Qué puede importarlos a ellos que yo permanezca aquí o que me mude definitivamente al otro barrio. Nadie considera que mi pérdida de la vista sea para tanta desesperación. Se empeñan en que trate de encontrar de nuevo la felicidad dentro de las limitaciones que padezco. Que es posible hacerlo...
Si ya es muy difícil alcanzarla estando sano, no puedo ni pensar en encontrarla habiendo perdido mi sentido más preciado.
Cuando salga de este hospital, lo intentaré de nuevo, y esta vez me aseguraré de no errar en mis propósitos.

***

Treinta meses después

Por fin he terminado de leer el libro que ella me regaló. Y me ha gustado mucho, si señor. Me lo he acabado en tan sólo una semana, a pesar de que no tengo aún la sensibilidad suficiente en mis dedos como para leer con fluidez.
Ahora debo ponerme en marcha para estar preparado. Deseo estar impecable para cuando ella llegue. Esta noche viene a cenar y me ha prometido cocinar algo especial. Yo tendré a punto el vino, y estoy seguro de acertar con mi elección. De algo debe servirme ser sumiller del restaurante.
Pondré velas, y a pesar de que su tenue resplandor no penetre mis retinas, sé que su candor estará presente haciéndonos compañía. El aroma a cera quemada envolverá la escena otorgándole la calidez que le corresponde.
No me olvido de ti, mi mejor amiga. La más fiel y leal de las amistades que jamás tuve. Yo soy ciego, y ella es muda. Su única falta. Pero su compañía y apoyo constante me hacen sentirme tan seguro y firme que ahora no concibo mi existencia sin su cercanía.
Tan poco exigente y tan complaciente a mis deseos. Desde que llegó a mi vida, la soledad que se hallaba aposentada en mi corazón, se despidió huyendo por la puerta. Espero que para siempre.
Yo no puedo verla cuando está ahí, echada a mis pies, pero me apercibo que a cada movimiento que ejecute, por ligero que sea, ella gira su cabeza de pastor alemán y me contempla con ojos solícitos.

***
Treinta y seis meses después

Hoy mi novia no ha acudido a trabajar al restaurante. Decía no encontrarse nada bien y la he dejado echada en la cama de nuestro apartamento. Creo que llamará a su medico para que la visite a domicilio. Lleva días insinuándome que desde que vivimos juntos, sufre de estornudos y lagrimeos constantes, y cree que padece alergia al pelo de mi perra.
Yo la he dicho que uno acaba haciéndose inmune al pelo de su propio animal, que tenga paciencia, pues no me quiero enfrentar a esta disyuntiva. Tampoco mi perra Lucera parece querer acomodarse a la presencia permanente de Ivana. La gruñe cuando pasa a su lado y se retira a un rincón cuando se acerca a darme un beso, pues oigo sus pisadas alejándose. Las primeras noches rascaba con sus patas en la puerta del dormitorio y lloraba, pues estaba acostumbrada a dormir en la alfombra al pie de mi cama. Por suerte ya ha dejado de hacerlo, pero mientras hago el amor con Ivana siento que Lucera se halla aún detrás de la puerta, esperando en silencio. Supongo que piensa que ha invadido su territorio y que siente celos de ella. Espero que con el tiempo se acaben acostumbrando a la presencia de ambas en la casa.

***
Treinta y seis meses y una hora después

Yo también me he empezado a sentir mal repentinamente. Una intensa congoja ha invadido mi pecho, como si algo no fuera bien en mi entorno. Me he visto obligado a pedir al dueño permiso para ausentarme, y afortunadamente no me ha puesto ningún reparo. Se ha ofrecido a llamarme un taxi, pues siempre salgo acompañado de Ivana y ella me guía hasta nuestra casa. Ya he perdido la costumbre de solventar los escasos trescientos metros que separan mi domicilio del restaurante, pues antes cubría este trayecto acompañado de Lucera.
Introduzco lentamente la llave en la cerradura. El pesar de mi pecho se hace más y más prominente y eso me invita a abrir la puerta con suavidad.
No oigo más que al silencio. Nada se mueve. Mis manos tiemblan como una hoja al viento y dejo caer el bastón. El nombre de Ivana sale de mi trémula garganta en forma de pregunta, pero no obtiene respuesta. Cubro de forma automática los pasos que me separan de la puerta de la habitación. Y de repente me tropiezo con ella.
—¡Lucera, ven!
Me agacho hasta ella. Se mueve nerviosa cuando la acaricio el lomo. Acurruca su cabeza cariñosamente en mi pecho metiendo y sacando su larga lengua como si se relamiera. Está empapada.
Mi corazón se encoge y busco frenéticamente con mis manos una herida entre su pelaje, pero tras un desesperante minuto, compruebo que parece estar bien y no tener nada.
—¿Qué ha pasado, Lucera?... ¿Qué-has-hecho, Lucera?
Tengo un terrible presentimiento. Llamo exasperadamente a Ivana, pero sigue sin responderme. Intento penetrar el umbral del dormitorio, pero Lucera se interpone en mi camino, no quiere dejarme pasar. Lo intento una y otra vez, pero mi perra se revuelve contra mis piernas hasta que finalmente caigo al suelo. Me arrastro atormentado por el suelo de forma patética, mientras Lucera me agarra con sus colmillos del jersey, tirando hacia atrás. Al fin desiste, sabiendo que finalmente no podrá ocultarme la verdad. Siento el sonido de sus pisadas sobre el parquet desapareciendo de la habitación.
Escalo a la cama y me postro al lado de la descompuesta anatomía de Ivana. Intento apoyar mi mano en su desnudo vientre, pero ésta se hunde en sus húmedas entrañas dejadas al aire. Quiero apoyar mis labios en su rostro para besarla, pero no encuentro más que un hueso descarnado. Sus turgentes pechos no son más que pústulas sanguinolentas que se deshacen entre mis dedos.
No pudo concebir imaginarme la espantosa escena y la fiereza y la rabia encarnizada con que mi perra ha despedazado a mi novia. Mi mundo se derrumba y no puedo sino más que gritar inconsolablemente.

***

Treinta y seis meses y tres horas después

Me siento mareado y aturdido. Estoy sentado en el sofá del salón y alguien me ofrece constantemente una taza de tila. El murmullo de gente de entra y sale, que viene y va, confunde mis sentidos. Olores extraños, susurros en voz baja, ligeras corrientes de aire que se apartan al paso de personas y que rozan mi rostro trayéndome sus oscuras confidencias.
Tras el accidente, y que me comunicaran que jamás volvería a ver la luz del día, era imposible pensar entonces que podría sufrir una noticia peor que esa. Pero qué desagradables sorpresas me depararía la vida… qué consuelo me puede quedar ahora...

—Señor...discúlpeme. Soy el inspector Sánchez. Me consterna profundamente tener que pronunciarle esta pregunta en estos momentos para usted tan terribles, pero me hallo en la obligación de hacérsela a instancias del informe preliminar... ¿Conocía usted a la otra persona… la que se halla tendida desnuda en el suelo, al otro lado de la cama?









jueves, 2 de abril de 2009

STANISLAS DE GUAITA: EL PRÍNCIPE DE LA ROSACRUZ





Hace poco tiempo que se celebraba el centenario de la muerte de un personaje al que se consideraba uno de los pioneros en el ocultismo de la Francia del siglo XIX y gran maestre de una orden rosacruz. En España, todavía hoy se le venera como uno de los mayores eruditos dentro de la congregación rosacrucista AMORC. Hombre indiscutiblemente culto y gran poeta de su tiempo, se dice que recogió en su propia casa la mayor colección de libros y manuscritos esotéricos y ocultistas de la época. Sin embargo, leyenda o realidad, hubo algunos contemporáneos que no estaban de acuerdo con la dudosa ética de este sabio. Joris Karl Husymans, poeta simbolista francés nacido en París en 1848, acusó abiertamente y por prensa a Stanislas de Guaita, el mago negro, de haber enviado al Diablo al abate Boullan, por el que el mencionado Stanislas sentía una tremenda aversión. Esto no es coincidencia alguna, puesto que el abate Boullan era enemigo público del rosacrucismo y que, al parecer, también practicaba la magia. Tras batirse en un duelo de maleficios ambos magos, el abate moría el 4 de enero de 1893.

Lo que sí es cierto es que el poeta Husymans se retiró al monasterio de los Benedictinos tras ser perseguido por la multitud de magos negros que apoyaban al enigmático Stanislas de Guaita. En 1897 moría el mago negro, a los 37 años de edad. Muchos dijeron que fue el efecto de su magia negra lo que lo llevó finalmente a la tumba, a causa del mal uso de la magia que había hecho durante su vida y sus experimentos ocultistas. También hay quienes dicen que su muerte fue provocada por los malos hábitos que solían llevar los magos dedicados al ocultismo: bebida, drogas, orgías, etc... Husymans, acosado por los magos negros, moriría diez años más tarde en el monasterio, ya convertido en monje.