A Pep le había asesinado el monte. Silenciosa, lentamente había ido absorbiendo las últimas gotas de vida que le quedaban, hasta hacerle morir del todo. Eso era lo que contaban allí abajo, en las faldas del monte, donde todo el mundo parecía tenerle miedo a aquel enorme monstruo que se elevaba sobre sus cabezas. Solo los pastores se atrevían a subir por sus laderas durante los meses de primavera y verano, cuando la hierba fresca comenzaba a escasear en las cercanías. Pero es que, como decían, con el monte hay que tener cuidado, porque es muy traicionero, y se cobra las vidas de algunos insensatos, como Pep, que desapareció tras una noche de tormenta y de relámpagos que iluminaban el cielo con sus destellos. Abajo, la Sisca rezaba sus oraciones y pedía a Dios en sus plegarias que le devolviera a su prometido sano y salvo.
A la Sisca le habían barrido sin querer los pies una tarde de otoño, mientras disponía la leña recién cortada a ambos lados de la chimenea. Había sido su hermana mayor, que, sin darle más importancia, se quedó callada y se fue a limpiar al otro lado de la casa. La Sisca se había preguntado miles de veces si aquello que contaban era cierto o, como los más escépticos decían, solamente eran supersticiones. Pero ya se sabe que la gente del pueblo es muy recelosa, y la Sisca no quería quedarse sola, así que un buen día se marchó, aconsejada por su madre, a la ciudad, donde había una hermosa iglesia al pie del río en la que pudo orar a San Antonio durante días y noches. Al cabo de tres meses, la Sisca volvió al pueblo, con fiebres que le provocaban tremendos delirios. Mientras la aseaban decía entre susurros que había visto a la mismísima virgen aparecida en las orillas del arroyo, así que no tuvo más remedio que guardar cama durante varias semanas. Sin embargo, tras un mes las fiebres remitieron, y la Sisca, aunque estaba muy desmejorada, pudo comenzar a caminar de nuevo. Cuando le preguntaban por la virgen que había visto a la orilla del arroyo, la Sisca se limitaba a encogerse de hombros, diciendo que no se acordaba de nada. En cuanto pasaron unos días, sus mejillas comenzaron a recobrar su color, y sus ojos negros resplandecían, bellos, como nunca antes lo habían hecho. Su sonrisa pareció adquirir otro cariz diferente, y todo el mundo la observaba, entre el estupor y el miedo, preguntándose si realmente había estado rezando, como pregonaba, o había hecho un pacto con el diablo.
Lo que sí es cierto es que al cumplir los diecisiete años a la Sisca ya la pretendían un harto número de hombres a los que, no sin sentirse angustiada, se veía obligada a rechazar. Temía que, tras haber suplicado no quedarse sola nunca, Dios se enfadara con ella por resistirse a todas las proposiciones de matrimonio. Pero el día en que la Sisca se enamorase aún estaba por llegar: fue el día en el que Pep llegó al pueblo.
Por alguna casualidad del destino, el pastor, que provenía de una aldea no muy lejana, se había extraviado a causa de las lluvias torrenciales que habían devastado gran parte del camino y la vegetación al lado del arroyo, dificultándole la ya por sí ardua tarea de guiar un enorme rebaño de ovejas. Su padre era pastor también, había comentado, pero aquel año unas gripes le habían atacado de tal manera que no le quedó más remedio que mandar al joven solo. Y he aquí que, sin saber muy bien cómo ocurren las cosas, la Sisca, que venía de lavar en el arroyo, se encontró cara a cara con aquellos ojos azules, inmóviles, que buscaban algo dentro de los suyos. La Sisca, avergonzada, corrió hacia su casa, en la que estuvo encerrada durante tres días y tres noches de intensa lluvia. Le daba miedo aquella sensación que había recorrido su estomago al cruzarse con el extraño joven, y se preguntaba qué significado tendría. Pero al cuarto día, cuando todavía estaba oscuro, algo golpeó contra la ventana de su habitación. Perezosa, la Sisca fue a abrir, pensando que sería, el hijo de alguna vecina, como siempre, haciendo de las suyas, cuando se dio un susto de muerte al ver aparecer la cara de Pep, sonriente.
- Hola – le dijo aquel joven. – Me marcho al amanecer.
- Ah – contestó embobada la Sisca.
- Aún no me has dicho tu nombre.
El silencio se apoderó de los labios de la Sisca. Sabía que aquello estaba mal, muy mal, y que Dios la podía castigar por dejarse llevar por sus instintos que le ordenaban con furia que besara a aquel extraño con el que se tropezó al volver del arroyo.
- Sisca. Me llamo Sisca.
Y así fue como los jóvenes comenzaron una larga charla a través de la ventana que se prolongó hasta el amanecer. Con las primeras luces del alba, Pep se perdió en el horizonte con su rebaño, y la Sisca se quedó, sola y confusa porque no sabía qué era aquello que le oprimía el pecho con tanta fuerza. Pero Pep si que lo sabia, y le gustaba quedarse dormido a la luz de la luna mientras la recordaba, como si fuera un sueño del que no quisiera despertar. Sus pensamientos le acompañaban cada día, y a veces parecían querer alargar las horas, convertirse en una espera infinita en la que le era imposible ser paciente porque quería tener en sus brazos a aquella muchacha de ojos negros.
Cuando bajó al pueblo, con las primeras lluvias, se quedó durante varias jornadas rondando a la Sisca, y antes de irse la besó, al pie de los barrancos, prometiendo que volvería para estar con ella. Y así fue: no pasaron dos meses desde la marcha de Pep cuando murió su padre. Tras celebrar su santo entierro, Pep volvió al pueblo para quedarse, porque ya no le ataba nada a su antigua casa. Se construyó una nueva al lado de la Sisca para rondarla por las noches y tenerla siempre cerca. Sería una casa para los dos, le había dicho, para que tengamos muchos niños correteando a nuestro alrededor. Poco después, y sin causar mucho alboroto entre los vecinos, se anunciarían los esponsales. La madre de la Sisca no cabía en si de gozo, al igual que su padre, y no pusieron objeción alguna en que se casaran en otoño, cuando comenzaran las primeras lluvias y Pep volviera del monte.
El día antes de marchar, la Sisca y Pep pasaron las horas al borde de los barrancos, observando la majestuosidad del valle a sus pies. Pep le había prometido una y otra vez que iba a volver para casarse con ella. La Sisca le contó su peregrinación, dos años antes, cuando fue a rezar a San Antonio. Ambos rieron durante largo rato, y se despidieron finalmente con un beso que ambos guardaron como promesa en su corazón. Sin embargo, la Sisca sabía que algo no iba bien, algo que le decía que impidiera que Pep subiera al monte. Aun así, prefirió dejar marchar a su futuro esposo y abandonarse a sus plegarias desde aquella misma noche.
Algunos dicen que fueron los lobos, otros, las frías noches a la intemperie, e incluso había quien decía que fueron los espíritus maléficos de las almas que perecieron en el monte, pero parte del rebaño de Pep volvió a casa a los dos meses, cuando aún no había comenzado el verano. Pronto iniciaron la búsqueda por todo el lugar, barriendo hasta el más mínimo rincón, pero solo pudieron encontrar algunas ropas desgarradas de Pep, abandonadas en un recodo del camino. Tal vez algún pastor de otra aldea lo hubiese enterrado pronto, al ver que no reclamaban su cuerpo. A la Sisca no le quedaba mas remedio que llorar por él todas las noches, cuando se repetía una y otra vez las promesas que su amado le hizo en los barrancos. Y así fue como entró el otoño, y después el invierno, y después la primavera. La Sisca no salía de casa, porque decía que ya no tenia nada que hacer allá fuera, sin la presencia del pastor del que Dios le había privado. Ese era su castigo, se decía, por haber pecado con aquel hombre. Por las noches se escuchaba en todo el pueblo los llantos de la inconsolable Sisca, que, dolida, gritaba a los cuatro vientos.
- ¿Por qué me has dejado? ¿Por qué ahora?
Los años fueron pasando, pero el dolor seguía anclado en el pecho de la Sisca. Tanto, que decían que se volvió loca. Sus padres murieron, quedándose así sola en este mundo. La madre de la Sisca enfermó al sentir el dolor de su hija, y su padre, envuelto en un halo de tristeza tras la muerte de su esposa, decidió seguirla tras unos meses de ausencia. La Sisca había cumplido ya los treinta en el entierro de su padre, y su pelo comenzaba a encanecerse. No había querido volver a casarse. Tan solo se adueñó de la casa que construyó Pep para los dos, y se consolaba sentándose allí, en una esquina en la que no entraba la luz del sol, recordando los momentos fugaces de amor que había sentido a su lado.
Pep se incorporó, incómodo. La luna brillaba con una fuerza inusitada, desplegando por el monte todo su blancor. Ignoraba que había sucedido, pero se sentía feliz, muy feliz. Pensaba por unos instantes que estaba muerto, pero luego se dio cuenta de que podía moverse. Tenía que contárselo a la Sisca. Buscó su rebaño, pero al no hallarlo, emprendió el camino de vuelta a casa pensando en sus bodas, que habrían de celebrarse pronto. Ya no quería salir más al monte; no volvería a dejar a la Sisca sola ni un solo instante, porque quería que cada vez que respirase, que parpadease, cada vez que lloviese fuera junto a ella.
Dos lunas más tarde llegaba al pueblo el pobre y desarrapado Pep, que, asombrado, contemplaba estupefacto las casas, antes repletas de gentes que iban y venían, y ahora abandonadas. Todo era silencio, y la luna se ocultaba tras las nubes para alimentar el tétrico ambiente que reinaba. Pep buscó la casa de la Sisca, y después dirigió una leve mirada hacia la suya. Parecía habitada, porque todo estaba en orden; sin embargo, en la casa de la Sisca no había nadie. Se preguntó si sus padres podrían haber muerto antes de su llegada, y de pronto le invadió el temor. ¿Y si hubieran tenido que huir, víctimas de alguna enfermedad? Le alivió escuchar a unos niños que jugaban en una de las casas cercanas, así que se sentó a esperar a su prometida, que ya no tardaría en llegar, pues aprovechaba la salida de la luna para rezar.
La puerta crujió ligeramente al abrirse. Pep encendió un candil que encontró al lado de la mesa y se dirigió hacia la entrada.
- ¿Quién anda ahí? – murmuró sobresaltada la Sisca al ver el haz de luz del candil aproximándose.
- Sisca, que soy yo, que he vuelto a casa – contestó Pep.
Al llegar a su altura alumbró el rostro de la Sisca con el candil, horrorizándose al ver el aspecto que tenia: su rostro estaba embarrado, los cabellos despeinados y blanquecinos. Por un momento pensó que se trataba de su suegra, hasta que miró sus ojos negros como el día en el que se cruzó con ella por primera vez. Ella esquivó su abrazo y retrocedió, asustada, hacia la puerta. Pep no entendía nada, y por más que intentaba dar una explicación al comportamiento de la Sisca, no la encontraba. De repente, la Sisca desapareció tras la puerta.
- ¡No estoy loca! – chilló mientras corría como alma que lleva el diablo.
- ¡Espera Sisca! ¡Que soy yo! – gritó Pep al tiempo que abandonaba la casa para sumarse a la carrera.
La Sisca se internó en el bosque. Pep no aguantaba más: estaba exhausto, pero quería detenerla. De repente, las nubes dejaron paso a la luna, que iluminó el cuerpo de la Sisca en la lejanía. Pep tuvo un horrible presentimiento: abandonó el bosque y se dirigió a los barrancos, donde tantas veces se habían besado. La Sisca iba directa a ellos. Tenía que parar aquella absurda carrera.
- ¡Sisca! ¡Párate! – su voz resonaba como un eco, que fue su única respuesta.
Pep se paro en seco. Ya no podía hacer nada más que ver cómo el vacío se tragaba a su prometida. La oyó gritar una última vez antes de que se despeñara por completo... Ya todo estaba perdido.
Se sentó a llorar en una roca. De repente, una idea cruzó su cabeza. Ahora lo comprendía todo, cuando ya nada podía hacer. Se maldijo una y otra vez mientras se ponía en camino hacia el monte de nuevo. Aquel monte que le había dado de comer durante tantos años, y que ahora le cobraba tan caro, con su propia vida y con todo lo que más amaba.
Nadie se preocupó por encontrar el cuerpo de la Sisca, pues los barrancos eran un lugar de difícil acceso para cualquiera que se dignase a poner un pie en ellos, y lo que contaban los ancianos acerca de aquella extraña mujer a la que el vacío devoró se quedó en mera leyenda. Sin embargo, unos años después de lo acaecido, se encontraron los restos de un pastor en una de las cuevas cavadas, tal vez los del difunto Pep, como piensan los más jóvenes.
Cuentan algunos aldeanos que, algunas noches, cuando la luna está oculta, una figura espectral baja del monte y corre hacia los acantilados, y allí se reúne con el alma de la Sisca, la dama de los barrancos, como la llaman las gentes del pueblo. Ella le espera desde la medianoche, con el cabello encanecido, los ojos llorosos y ataviada con el traje de bodas. Ambos se pasean por el bosque, cogidos de la mano, durante largas horas. Pero al llegar el alba, la Sisca debe volver a su morada, como siempre, y Pep le promete que volverá para casarse con ella.
A la Sisca le habían barrido sin querer los pies una tarde de otoño, mientras disponía la leña recién cortada a ambos lados de la chimenea. Había sido su hermana mayor, que, sin darle más importancia, se quedó callada y se fue a limpiar al otro lado de la casa. La Sisca se había preguntado miles de veces si aquello que contaban era cierto o, como los más escépticos decían, solamente eran supersticiones. Pero ya se sabe que la gente del pueblo es muy recelosa, y la Sisca no quería quedarse sola, así que un buen día se marchó, aconsejada por su madre, a la ciudad, donde había una hermosa iglesia al pie del río en la que pudo orar a San Antonio durante días y noches. Al cabo de tres meses, la Sisca volvió al pueblo, con fiebres que le provocaban tremendos delirios. Mientras la aseaban decía entre susurros que había visto a la mismísima virgen aparecida en las orillas del arroyo, así que no tuvo más remedio que guardar cama durante varias semanas. Sin embargo, tras un mes las fiebres remitieron, y la Sisca, aunque estaba muy desmejorada, pudo comenzar a caminar de nuevo. Cuando le preguntaban por la virgen que había visto a la orilla del arroyo, la Sisca se limitaba a encogerse de hombros, diciendo que no se acordaba de nada. En cuanto pasaron unos días, sus mejillas comenzaron a recobrar su color, y sus ojos negros resplandecían, bellos, como nunca antes lo habían hecho. Su sonrisa pareció adquirir otro cariz diferente, y todo el mundo la observaba, entre el estupor y el miedo, preguntándose si realmente había estado rezando, como pregonaba, o había hecho un pacto con el diablo.
Lo que sí es cierto es que al cumplir los diecisiete años a la Sisca ya la pretendían un harto número de hombres a los que, no sin sentirse angustiada, se veía obligada a rechazar. Temía que, tras haber suplicado no quedarse sola nunca, Dios se enfadara con ella por resistirse a todas las proposiciones de matrimonio. Pero el día en que la Sisca se enamorase aún estaba por llegar: fue el día en el que Pep llegó al pueblo.
Por alguna casualidad del destino, el pastor, que provenía de una aldea no muy lejana, se había extraviado a causa de las lluvias torrenciales que habían devastado gran parte del camino y la vegetación al lado del arroyo, dificultándole la ya por sí ardua tarea de guiar un enorme rebaño de ovejas. Su padre era pastor también, había comentado, pero aquel año unas gripes le habían atacado de tal manera que no le quedó más remedio que mandar al joven solo. Y he aquí que, sin saber muy bien cómo ocurren las cosas, la Sisca, que venía de lavar en el arroyo, se encontró cara a cara con aquellos ojos azules, inmóviles, que buscaban algo dentro de los suyos. La Sisca, avergonzada, corrió hacia su casa, en la que estuvo encerrada durante tres días y tres noches de intensa lluvia. Le daba miedo aquella sensación que había recorrido su estomago al cruzarse con el extraño joven, y se preguntaba qué significado tendría. Pero al cuarto día, cuando todavía estaba oscuro, algo golpeó contra la ventana de su habitación. Perezosa, la Sisca fue a abrir, pensando que sería, el hijo de alguna vecina, como siempre, haciendo de las suyas, cuando se dio un susto de muerte al ver aparecer la cara de Pep, sonriente.
- Hola – le dijo aquel joven. – Me marcho al amanecer.
- Ah – contestó embobada la Sisca.
- Aún no me has dicho tu nombre.
El silencio se apoderó de los labios de la Sisca. Sabía que aquello estaba mal, muy mal, y que Dios la podía castigar por dejarse llevar por sus instintos que le ordenaban con furia que besara a aquel extraño con el que se tropezó al volver del arroyo.
- Sisca. Me llamo Sisca.
Y así fue como los jóvenes comenzaron una larga charla a través de la ventana que se prolongó hasta el amanecer. Con las primeras luces del alba, Pep se perdió en el horizonte con su rebaño, y la Sisca se quedó, sola y confusa porque no sabía qué era aquello que le oprimía el pecho con tanta fuerza. Pero Pep si que lo sabia, y le gustaba quedarse dormido a la luz de la luna mientras la recordaba, como si fuera un sueño del que no quisiera despertar. Sus pensamientos le acompañaban cada día, y a veces parecían querer alargar las horas, convertirse en una espera infinita en la que le era imposible ser paciente porque quería tener en sus brazos a aquella muchacha de ojos negros.
Cuando bajó al pueblo, con las primeras lluvias, se quedó durante varias jornadas rondando a la Sisca, y antes de irse la besó, al pie de los barrancos, prometiendo que volvería para estar con ella. Y así fue: no pasaron dos meses desde la marcha de Pep cuando murió su padre. Tras celebrar su santo entierro, Pep volvió al pueblo para quedarse, porque ya no le ataba nada a su antigua casa. Se construyó una nueva al lado de la Sisca para rondarla por las noches y tenerla siempre cerca. Sería una casa para los dos, le había dicho, para que tengamos muchos niños correteando a nuestro alrededor. Poco después, y sin causar mucho alboroto entre los vecinos, se anunciarían los esponsales. La madre de la Sisca no cabía en si de gozo, al igual que su padre, y no pusieron objeción alguna en que se casaran en otoño, cuando comenzaran las primeras lluvias y Pep volviera del monte.
El día antes de marchar, la Sisca y Pep pasaron las horas al borde de los barrancos, observando la majestuosidad del valle a sus pies. Pep le había prometido una y otra vez que iba a volver para casarse con ella. La Sisca le contó su peregrinación, dos años antes, cuando fue a rezar a San Antonio. Ambos rieron durante largo rato, y se despidieron finalmente con un beso que ambos guardaron como promesa en su corazón. Sin embargo, la Sisca sabía que algo no iba bien, algo que le decía que impidiera que Pep subiera al monte. Aun así, prefirió dejar marchar a su futuro esposo y abandonarse a sus plegarias desde aquella misma noche.
Algunos dicen que fueron los lobos, otros, las frías noches a la intemperie, e incluso había quien decía que fueron los espíritus maléficos de las almas que perecieron en el monte, pero parte del rebaño de Pep volvió a casa a los dos meses, cuando aún no había comenzado el verano. Pronto iniciaron la búsqueda por todo el lugar, barriendo hasta el más mínimo rincón, pero solo pudieron encontrar algunas ropas desgarradas de Pep, abandonadas en un recodo del camino. Tal vez algún pastor de otra aldea lo hubiese enterrado pronto, al ver que no reclamaban su cuerpo. A la Sisca no le quedaba mas remedio que llorar por él todas las noches, cuando se repetía una y otra vez las promesas que su amado le hizo en los barrancos. Y así fue como entró el otoño, y después el invierno, y después la primavera. La Sisca no salía de casa, porque decía que ya no tenia nada que hacer allá fuera, sin la presencia del pastor del que Dios le había privado. Ese era su castigo, se decía, por haber pecado con aquel hombre. Por las noches se escuchaba en todo el pueblo los llantos de la inconsolable Sisca, que, dolida, gritaba a los cuatro vientos.
- ¿Por qué me has dejado? ¿Por qué ahora?
Los años fueron pasando, pero el dolor seguía anclado en el pecho de la Sisca. Tanto, que decían que se volvió loca. Sus padres murieron, quedándose así sola en este mundo. La madre de la Sisca enfermó al sentir el dolor de su hija, y su padre, envuelto en un halo de tristeza tras la muerte de su esposa, decidió seguirla tras unos meses de ausencia. La Sisca había cumplido ya los treinta en el entierro de su padre, y su pelo comenzaba a encanecerse. No había querido volver a casarse. Tan solo se adueñó de la casa que construyó Pep para los dos, y se consolaba sentándose allí, en una esquina en la que no entraba la luz del sol, recordando los momentos fugaces de amor que había sentido a su lado.
Pep se incorporó, incómodo. La luna brillaba con una fuerza inusitada, desplegando por el monte todo su blancor. Ignoraba que había sucedido, pero se sentía feliz, muy feliz. Pensaba por unos instantes que estaba muerto, pero luego se dio cuenta de que podía moverse. Tenía que contárselo a la Sisca. Buscó su rebaño, pero al no hallarlo, emprendió el camino de vuelta a casa pensando en sus bodas, que habrían de celebrarse pronto. Ya no quería salir más al monte; no volvería a dejar a la Sisca sola ni un solo instante, porque quería que cada vez que respirase, que parpadease, cada vez que lloviese fuera junto a ella.
Dos lunas más tarde llegaba al pueblo el pobre y desarrapado Pep, que, asombrado, contemplaba estupefacto las casas, antes repletas de gentes que iban y venían, y ahora abandonadas. Todo era silencio, y la luna se ocultaba tras las nubes para alimentar el tétrico ambiente que reinaba. Pep buscó la casa de la Sisca, y después dirigió una leve mirada hacia la suya. Parecía habitada, porque todo estaba en orden; sin embargo, en la casa de la Sisca no había nadie. Se preguntó si sus padres podrían haber muerto antes de su llegada, y de pronto le invadió el temor. ¿Y si hubieran tenido que huir, víctimas de alguna enfermedad? Le alivió escuchar a unos niños que jugaban en una de las casas cercanas, así que se sentó a esperar a su prometida, que ya no tardaría en llegar, pues aprovechaba la salida de la luna para rezar.
La puerta crujió ligeramente al abrirse. Pep encendió un candil que encontró al lado de la mesa y se dirigió hacia la entrada.
- ¿Quién anda ahí? – murmuró sobresaltada la Sisca al ver el haz de luz del candil aproximándose.
- Sisca, que soy yo, que he vuelto a casa – contestó Pep.
Al llegar a su altura alumbró el rostro de la Sisca con el candil, horrorizándose al ver el aspecto que tenia: su rostro estaba embarrado, los cabellos despeinados y blanquecinos. Por un momento pensó que se trataba de su suegra, hasta que miró sus ojos negros como el día en el que se cruzó con ella por primera vez. Ella esquivó su abrazo y retrocedió, asustada, hacia la puerta. Pep no entendía nada, y por más que intentaba dar una explicación al comportamiento de la Sisca, no la encontraba. De repente, la Sisca desapareció tras la puerta.
- ¡No estoy loca! – chilló mientras corría como alma que lleva el diablo.
- ¡Espera Sisca! ¡Que soy yo! – gritó Pep al tiempo que abandonaba la casa para sumarse a la carrera.
La Sisca se internó en el bosque. Pep no aguantaba más: estaba exhausto, pero quería detenerla. De repente, las nubes dejaron paso a la luna, que iluminó el cuerpo de la Sisca en la lejanía. Pep tuvo un horrible presentimiento: abandonó el bosque y se dirigió a los barrancos, donde tantas veces se habían besado. La Sisca iba directa a ellos. Tenía que parar aquella absurda carrera.
- ¡Sisca! ¡Párate! – su voz resonaba como un eco, que fue su única respuesta.
Pep se paro en seco. Ya no podía hacer nada más que ver cómo el vacío se tragaba a su prometida. La oyó gritar una última vez antes de que se despeñara por completo... Ya todo estaba perdido.
Se sentó a llorar en una roca. De repente, una idea cruzó su cabeza. Ahora lo comprendía todo, cuando ya nada podía hacer. Se maldijo una y otra vez mientras se ponía en camino hacia el monte de nuevo. Aquel monte que le había dado de comer durante tantos años, y que ahora le cobraba tan caro, con su propia vida y con todo lo que más amaba.
Nadie se preocupó por encontrar el cuerpo de la Sisca, pues los barrancos eran un lugar de difícil acceso para cualquiera que se dignase a poner un pie en ellos, y lo que contaban los ancianos acerca de aquella extraña mujer a la que el vacío devoró se quedó en mera leyenda. Sin embargo, unos años después de lo acaecido, se encontraron los restos de un pastor en una de las cuevas cavadas, tal vez los del difunto Pep, como piensan los más jóvenes.
Cuentan algunos aldeanos que, algunas noches, cuando la luna está oculta, una figura espectral baja del monte y corre hacia los acantilados, y allí se reúne con el alma de la Sisca, la dama de los barrancos, como la llaman las gentes del pueblo. Ella le espera desde la medianoche, con el cabello encanecido, los ojos llorosos y ataviada con el traje de bodas. Ambos se pasean por el bosque, cogidos de la mano, durante largas horas. Pero al llegar el alba, la Sisca debe volver a su morada, como siempre, y Pep le promete que volverá para casarse con ella.
2 comentarios:
Me ha encantado su relato, es muy original y de muy fácil lectura.Es muy creativo, enhorabuena por su trabajo. Saludos
Gracias, pero me mola más que me trates de tu.
Saludos
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